jueves, 30 de abril de 2020

Día 46.

Se han fundido todas las bombillas del espejo del baño a causa de un cortocircuito. La nevera pierde agua, el microondas ha dejado de funcionar y una mancha de humedad va ganando terreno junto al marco de la ventana de la habitación; también se me han podrido un par de plantas y un mosquito me ha picado en uno de los dedos de la mano y el picor no deja de joderme. Me alegro de no tener mascota o seguro que también la habría palmado.
   Es la una menos cuarto de la mañana y me he tenido que levantar porque no dejaba de dar vueltas en la cama y no dejaba dormir a mi mujer; he escuchado los pequeños ronquidos de mi hija pequeña al pasar frente a la puerta de su habitación y no he podido evitar pensar si sus hermanos estarán durmiendo ya en el piso de mi ex o estarán colgados del puto móvil todavía.
   Hoy he salido a la calle, me he acercado a la biblioteca para echar en el buzón de devoluciones unos libros que cogí antes de que todo esto empezase y que la cuarentena me había impedido devolver. Cuando he llegado a la puerta de la biblioteca el buzón estaba sellado, supongo que se pensarán que el virus puede entrar por la rendija y hacerse fuerte dentro de la biblioteca, como los okupas del cine Princesa, así que he tenido que volver con los tres putos libros debajo del brazo, aguantando todo el camino las quejas de mi hija por haberla obligado a venir conmigo para así poder salir sin riesgo a que me multen. Hacía un día estupendo, un sol que calentaba como si estuviéramos en pleno verano. Las calles estaban desiertas, cosa que contrastaba con la imagen mental de esas mismas calles el año pasado, abarrotadas de turistas y gente de los pueblos de alrededor que venían a comprar en las tiendas de ropa de marca que infectan todo el maldito pueblo.
   Teóricamente el Estado ya tiene un plan para la famosa «desescalada» de la cuarentena; todo un cuadrante con normalización de las actividades cotidianas para hacerlas poco a poco, pero a la hora de la verdad será como el primer día que podían salir los niños a pasear: «Tonto el último».
   Hace días que no llamo a mi madre y que no voy a verla y con mis hijos solo me comunico por Wathsaap —y eso cuando me contestan—, tampoco estoy llamando a mis hermanos ni sobrinos, así que todo como siempre, en ese aspecto la cuarentena no me ha cambiado mucho, sigo siendo un «despegado» de todo el mundo, y no tener la misma percepción del paso del tiempo que todo el mundo tampoco ayuda mucho. Vivir en un presente continuo tiene sus ventajas, no vives con esa preocupación de «hace una semana que no llamo a tal o cual persona», pues lo que son semanas o incluso meses para el resto de la gente, yo solo lo he percibido como si pasasen uno o dos días. También tiene sus desventajas, a veces pierdes el contacto con personas que te importaban pero que llegaron a pensar que no lo hacían por esa distancia que se fue creciendo poco a poco, o incluso otras personas se llegan a creer que solamente soy un pasota que solo se preocupa de sí mismo.
   Ayer me llegó un libro vía amazon que llevaba tiempo detrás de él y que me estaba costando encontrarlo, El sutra del Loto, uno de los libros más influyentes del budismo Mahayana. Soy un gran apasionado de los textos antiguos budistas, siendo El sutra del corazón uno de mis favoritos. Me va a costar la tentación de no empezar con El sutra del Loto hasta no haber terminado con el de Knausgard, que también me tiene bastante enganchando, aunque es denso de cojones y me está costando tragármelo, sobre todo por el poco tiempo que puedo dedicarle, pues cada segundo de la cuarentena se lo tengo que dedicar a las tareas domésticas y a mi hija pequeña, con la cual estoy creando un lazo más firme por todo el tiempo que estamos pasando juntos. Cuando cogí la baja ya aumentó ese tiempo que podíamos estar juntos, pues yo me estaba encargando de llevarla y traerla del colegio y al no ir a trabajar no se tenía que quedar nunca en el comedor o en casa de su abuela cuando coincidía que mi mujer y yo estábamos trabajando o en el trayecto de ida o vuelta del trabajo. Pero el confinamiento nos ha dado esa oportunidad de pasar más de un mes entero las veinticuatro horas del día juntos, nos hemos podido conocer de otra forma más íntima; resulta extraño que un padre diga que no conocía bien a su hija, pero hoy en día entre las horas laborables, el tiempo que se pierde en el recorrido casa/trabajo/casa y las horas que se pasan los niños en el colegio y las actividades escolares, las familias se componen de miembros que llegan a ser verdaderos desconocidos entre ellos. Y eso me hace lamentarme de todo el tiempo que no pude estar con mis hijos mayores, con mi hijo mayor, que va a cumplir dieciocho años y que llevamos casi tres años que no hemos pasado más de media hora juntos, con temporadas de meses sin vernos ni hablarnos; y mi hija mediana, a punto de cumplir los catorce, en esa época en que la edad te hace creer que ya no necesitas a tu padre para nada y lo único que quieres es poner distancia entre ambos. Quizá debería haber sido mejor padre para ellos, haberles demostrado más a menudo que pase lo que pase siempre voy a estar ahí, aunque la distancia nos separe. Supongo que me he querido esforzar tanto en no cometer los errores que cometió mi padre conmigo que al final he acabado cometiendo otros diferentes, pero igual de perjudiciales para todos.

Mi mujer se ha levantado a fumarse un cigarro, también le está costando quedarse dormida, y eso que trabajó anoche y está rendida, pero supongo que el nivel de estrés que lleva en el cuerpo la tiene a tope. Me preocupa qué sucederá con ella cuando todo esto termine, de qué manera le va a pasar factura todo lo que está viviendo en el hospital; ha perdido varios kilos y alguna vez que otra se ha puesto a llorar sin saber muy bien por qué. Cuando esto termine y volvamos a esa normalidad anormal a la que volveremos, el personal sanitario será como los excombatientes de Vietnam, veteranos destrozados psicológicamente, mientras, los aplaudebalcones se olvidarán del sacrificio que hicieron a la que aparezca otra moda absurda que realizar para seguir sintiéndose parte de la manada.