Las
ruinas de lo que fue una gran urbe es el destino de Nathaniel, el grupo de morcs
se ha acomodado en lo que eran las antiguas alcantarillas de la ciudad, moles
de piedra rompen la estética monocorde de este nuevo planeta, hierros retorcidos y monolitos de hormigón son
el único testigo de lo que llegó a ser la sociedad humana.
Mientras observa el frío y oxidado acero que
en días pasados fue una catana, Nathaniel ve cómo el grupo de llagas cancerosas
llamados morcs se sumerge en las alcantarillas. Con determinación se susurra a sí
mismo: «O el libro o muerte». Se despoja de las raídas ropas, las botas y la
mochila con vituallas, todo le sobra, para su cometido necesita la ligereza del
aire, tan solo lleva consigo la catana. Rápido y ligero corre hacia la entrada de
las cloacas, el inframundo, la vieja puerta metálica se abre sin apenas
oposición, no temen una incursión, los morcs son los dueños de la noche, son el terror, la violencia… ¡la muerte
Olores nauseabundos inundan las fosas
nasales de Nathaniel, el chapoteo succionador de sus pies es el único sonido
que se oye en la caverna, la oscuridad total no impide la visión parcial del
chico, sus pupilas híper dilatadas se adaptan a la perfección. En pocos instantes el infierno de Dante se
hará realidad. Sin la cautela inicial, Nathaniel se precipita hacia los
primeros morcs que se encuentra a su paso. Mandobles y gruñidos es la música de
este infierno. Los fluidos corrompidos de los morcs bañan el cuerpo desnudo del
héroe, tajos a diestra y siniestra,
violencia como respuesta a la violencia. El tiempo se detiene, tan solo
pretende avanzar sobre los cuerpos corruptos… avanzar, los miembros tumorosos
se esparcen por todo el suelo. «Sigue adelante, hijo de puta, sigue», se
espolea. Finalmente la violencia cesa
tan rápido como se inició, vivo y entero
su pie se tropieza con algo, mira hacia el suelo, un gemido de alivio se le
escapa de la boca, el libro, lo recoge sin vacilar. Como espoleado por los
dioses de la cordura corre hacia el exterior. «¡Mierdas! Lo he conseguido»,
después de limpiarse el cuerpo con arena, se viste, le pega un tiento a la
cantimplora. El agua está más caliente que una sopa pero el cuerpo lo agradece,
solo entonces se permite echar una ojeada al libro. «Todo correcto”, se dice a sí
mismo mientras observa la rugosa portada, el título reza tal que así: Crónicas
de un encierro.
FIN