sábado, 2 de mayo de 2020

Día 48.

He salido a la calle a comprar algunas cosas que nos hacían falta, en la calle me encuentro con un poco más de personas de lo que venía siendo lo normal durante la cuarentena, pero es la primera vez en mi vida que veo un primero de mayo sin sindicatos malloritarios haciendo su pantomima anual de lo que ellos entienden por «Lucha obrera» ni la bronca por la tarde de los Antisistema, supongo que el miedo al contraer el virus o las multas astronómicas ha hecho quedarse en casa hasta a los anarquistas.
   La temperatura ha cambiado drásticamente, es lo que tiene el calentamiento global —ese que según ciertos dirigentes de superpotencias y/o grandes multinacionales no existe—, que han desaparecido los cambios estacionales, o para ser más claro, la primavera y el otoño solo existen como nombre común en el diccionario de la R.A.E. Ahora solo existe el verano y el invierno, y pasamos de uno a otro en apenas un par de días. La semana pasada iba todo el día con el forro polar puesto y desde ayer voy en manga corta. Teóricamente, con el calor se debe ir notando la bajada en el pico de contagiados, o eso decía el Gobierno al principio de todo esto, pero bueno, también nos hicieron creer al principio que el virus tan solo era una «gripe más» y casi la palma media población mundial, así que mejor me espero a ver cómo va progresando la cosa. Aprovechando el buen día hemos estado todos juntos en la terraza durante un rato, mi mujer tomando un poco de sol, mi hija jugando con los patines, el patinete y otros utensilios de entretenimiento infantil que siempre terminan tirados por el suelo de toda la terraza, esperando a ser recogidos mágicamente; yo me he echado un par de partidas al ajedrez contra la máquina, imaginándome que era el mismísimo Fisher quien me estaba pateando el trasero, sentados los dos en la mesa de la terraza, junto a la entrada al salón para poder escuchar a Dvorak llegarnos desde los bafles del equipo de música.
   Supongo que con el buen tiempo al Gobierno le costará más mantener encerrada a la gente en sus casas, por eso se han sacado de la manga unos horarios para que la gente vaya empezando a salir de forma paulatina, pero teniendo ellos el control de todo, por supuesto. Me han echo llegar un absurdo listado de horarios que se deberán seguir a rajatabla para poder empezar a salir a la calle, desde horas para poder salir a hacer deporte o pasear con tu pareja, a otras para sacar a pasear a los niños, los abuelos y vete tú a saber qué más, pero eso sí, con el toque de queda, a las once de la noche todos en casita, al amparo del televisor y su manipulación mediática, no vaya a ser que «El gran hermano» se cabree y nos vuelva a dejar castigaditos sin salir de casa otra vez.
   También me he dedicado hoy a hacer un par de chapucillas en casa, entre ellas la de arreglar las luces del baño, un cable se había soltado y he tenido que desmontar todo el tendido eléctrico hasta dar con él. Ahora me duele el hombro, a la mínima que realizo cualquier actividad el dolor se hace presente de una forma más punzante, como si tuviera personalidad propia y quisiera joderme por alguna deuda de sangre que tuviera contra mí. Como le dije a uno de mis compañeros de trabajo el otro día por Whatsaap: «Al menos cada día el dolor cambia de sitio y así no se me hace monótono». Debería haber alguna especie de ley universal que prohibiera que un ser humano sintiera dolor las veinticuatro horas del día durante el resto de su vida, o por lo menos deberían existir cabinas de suicidio voluntario por las calle. Me pregunto cuántas personas se habrán suicidado durante lo que llevamos de cuarentena, o cuántos habrán caído en una depresión profunda, en el alcoholismo o la más pura y dura locura. Puede que después de esto ya no quede nadie cuerdo sobre la faz de la tierra, si alguna vez ha habido alguien, claro.